El final del camino. La última escala en estos casi dos meses en la Patagonia Chilena – Argentina era la tradicional y mágica Isla Grande de Chiloé. Pero antes, debía pasar por un pueblo que de mágico tiene poco, un lugar triste, de esfuerzo y reconstrucción. Los días previos a arribar a las tierras del Trauco serían cruzando la melancólica localidad de Chaitén.
Habiendo vuelto a La Junta desde Raul Marín Balmaceda, me esperaban las últimas 4 horas de la Carretera Austral para llegar a Chaitén. Este pueblo es conocido por haber sufrido la catástrofe del Volcán del mismo nombre en 2008, dónde la erupción y el posterior rebalse del río Yelcho destruyeron gran parte del pueblo. De 5000 personas que vivían ahí, sólo 2000 decidieron quedarse, siendo el resto trasladados a comunas aledañas como Puerto Montt, Quellón o Futaleufú. Esta gente se rehusó a dejar sus hogares y prefirió reconstruir una vida en un lugar que la naturaleza se había llevado y, hoy, las cicatrices son aún visibles y notorias. Casas abandonadas, manzanas completas desaparecidas, una ciudad triste, una ciudad fantasma, pero que se niega a desaparecer. Eso es espíritu.
Personalmente esta ciudad me hacía sentir especial. Sentía la identificación de los lugareños por un lugar destruido, al igual que sucede conmigo por Talcahuano, uno de los epicentros del terremoto y maremoto de 2010 en Chile, y uno de los momentos más potentes de mi vida.
Para cruzar a la Isla de Chiloé desde Chaitén debí esperar la barcaza de la empresa «Naviera Austral«, la que tardó un par de días más de lo habitual debido a las inclemencias del clima, que a esta altura y para la gente de la zona, es completamente normal. Este retraso traería consecuencias que, para mi, serían muy positivas, ya que me encontraría en Quellón con algunos amigos viajeros.
Hace más de dos meses, cuando comencé mi viaje en Puerto Williams, en la Isla Navarino, conocí a Irlanda y Francisco, con quiénes tuvimos algunas aventuras y se convirtieron en buenos amigos míos y de Hiro, que era mi compañero de ruta en ese momento. Dos meses después de aquél encuentro, la continuación de mi periplo por el sur y sus constantes investigaciones en la Patagonia nos hicieron reunirnos nuevamente, esta vez en la Isla grande de Chiloé.
Quellón era la primera estación de su trabajo en la isla y mi lugar de llegada en barcaza, por lo que ni aunque hubiésemos planeado el encuentro hubiese resultado más exacto. En esta ocasión, Irlanda y Francisco decidieron invitarme a trabajar con ellos a lo largo de toda la isla, para disfrutar del paisaje mientras hacíamos la instalación de sus equipos y tomábamos los datos necesarios para su investigación.
A esta parte del viaje, además, se nos sumó Ester, una chica española que visitaba en soledad la zona, quién tenía la particularidad de haber estado en el asado de despedida en que yo estuve en El Chaltén, pero en que ninguno de los dos vio al otro. Coincidencias que la ruta te entrega. El destino nos reunió un mes después.
Así fue cómo los cuatro recorrimos la isla de Chiloé, vestidos de geomáticos, trabajando para los chicos para ganar nuestro pan de cada día (?). Las condiciones climáticas para efectuar un trabajo de este tipo eran muy adversas, ya que los equipos a instalar se ubicaban en sectores altos o extremos para evitar interferencia de la señal satelital. E instalar un equipo en un lugar así, con el colosal viento que soplaba y la lluvia que no cesó jamás, no era para nada fácil. En mi viaje había convivido con el frío, con la nieve, con el viento, pero no con la lluvia a todo momento.
Además de Quellón, visitamos localidades como Chonchi, Castro, Ancud, entre otras. Admiramos la belleza del paisaje chilote, la particular cultura, la infinidad de historias o leyendas, y probamos la deliciosa comida de la zona.
Un ejemplo de la cultura de la isla son las iglesias de Chiloé, uno de los 5 patrimonios de la humanidad de la UNESCO que Chile posee en sus tierras. En total son 16 las iglesias repartidas por todo el territorio chilote, de las cuales visité la Iglesia San Francisco de Castro y la Iglesia de Chonchi.
Otro elemento a destacar de las tradiciones de la isla, y que siento que con los años va perdiendo, son los famosos Palafitos. Viviendas apoyadas en pilares sobre el agua, construidas en suaves aguas como lagos o lagunas. Hace 15 años había visitado Chiloé y de todo lo que rodeaba a los palafitos brotaba tradición. En cambio, hoy, pareciese que estos singulares hogares son oasis en el desierto, un desierto llamado desarrollo. Y ese desarrollo ha ido derrumbando las costumbres de la isla.
Finalmente, otro de los elementos de la isla que se observan son las construcciones en teja de alerce de la gran mayoría de los hogares. Toda clase de diseños, colores y formas le dan una diversidad gigantes a quién realiza el trabajo. Para muestra adjunto 10 diseños que pude fotografiar en mi estadía en las distintas ciudades de Chiloé.
Y como dicen por ahí, todo principio tiene un final. Y en un punto muy particular terminaba mi viaje por la Patagonia Chileno -Argentina. En el llamado «Huilliche Mapu», que delimita el comienzo de la Carretera Panamericana desde el sur. Desde aquí me trasladaría a mi Talcahuano para continuar luego a la siguiente etapa de este viaje por el mundo. Con la compañía de Irlanda, Ester y Francisco daba fin a esta travesía de 1300 kilómetros por aire, 650 kilómetros de navegación, 100 kilómetros en bicicleta y 6000 kilómetros por tierra. Con un ojo mirando hacia atrás, rememorando todas las aventuras vividas, y con el otro hacia adelante, esperando ansiosamente lo que el futuro depara.
Como pensamiento final, sólo decirles que la Patagonia es un lugar único, no sólo por sus paisajes exuberantes, sino también por la calidez de su gente y la paz con la que viven unos con otros. Un mundo alejado del ruido y el ritmo acelerado de la gran ciudad, alejado de las disputas limítrofes, alejado del egoísmo que domina el planeta en estos días. Me despido con una frase típica de la zona «El que se apura pierde el tiempo» y los mejores deseos de volver algún día. ¡Hasta pronto Patagonia!