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El Grand Canyon y el primer reto a la salud

Corría ya el séptimo día del roadtrip con esta improvisada y joven familia por el medio oeste americano. Finalizamos nuestro objetivo de visitar los parques nacionales de Utah y ahora rodábamos por el estado de Arizona, lo que significaba cambiar la hora de nuestros relojes. Kenzi y Lily tenían reservación a la noche en un pequeño motel de Flagstaff y para ese destino hacían falta muchas, pero muchas horas de conducción.

Dentro de mi mapa de lugares que buscaba visitar, estos próximos 450 kilómetros eran de una significancia bastante importantes. Si todo saliese perfecto, podría ser el día que vería el Cañón del Antilope o The Wave o el Horseshoe Bend, tres grandes atracciones del noreste de Arizona.

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Pero no fue así. De estos 3 sólo tuvimos posibilidades de visualizar este último, el Horseshoe Bend. ¿Las razones? El Cañón del Antílope era extremadamente costoso y para ver The Wave se necesitaba un permiso previo que lógicamente no teníamos, mientras que la curva con forma de herradura era gratuito y nos entregaba un anticipo del lugar que alcanzaríamos el día siguiente, el Gran Cañón.

El Horseshoe Bend se encuentra en el pueblo de Page, en Arizona, y está formada por la acción del Río Colorado sobre las superficies de roca (si, igual que en Canyonlands). Existen tours para recorrerlo en embarcaciones desde abajo mismo, pero la vista a 300 metros de altura es inigualable. El único defecto es que está extremadamente lleno de gente, pero con un poco de paciencia puedes encontrar un buen lugar para relajarte y disfrutar la fenomenal vista.

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Hacia el sur, acompañamos la senda del río Colorado en su camino hacia el Gran Cañon, mientras que a la famosa atracción le dimos un día de ventaja para así tener tiempo suficiente de despedir nuestro viaje como correspondía.

Llegamos a Flagstaff, tomamos una ducha después de 7 días y vivimos una noche de remembranza, pizzas y vino tinto. Pasar una semana con estos chicos fue una experiencia inesperada y muy gratificante. De verdad que deseaba con todo mi ser vivir la experiencia de acampar en el desierto, y si a eso sumo el haber hecho 3 nuevos amigos, no podía quejarme en lo absoluto. Compartí momentos inolvidables y estoy muy agradecido de aquello. Buen viaje Kenzi en Australia y Lily en Nicaragua. Nos tocaba seguir a Neven, a Rocinante y a mi.

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Bien temprano por la mañana dejamos nuestro lugar en Flagstaff para, ilusamente, arribar de los primeros al Grand Canyon. Ilusamente, digo, porque este lugar no era ni Bryce, ni Canyonlands, ni Zion, ni ningún otro que hayamos visitado antes. Estábamos en una de las atracciones más populares del mundo y las dos horas de carretera que tardamos en llegar se multiplicaron sólo en la entrada del parque. Si a eso agregamos que mi estómago parecía no estar funcionando del todo bien, esto no comenzaba de la mejor manera.

Teníamos dos días en el Grand Canyon y ya habíamos planificado los objetivos: el primer día recorreríamos el borde sur para ver a qué nos enfrentábamos y el segundo día bajaríamos por uno de los senderos que el parque ofrece. La verdad es que la gran atracción del parque no son sus senderos (de hecho cuenta con muy pocos), sino que sus asombrosas panorámicas desde cualquier punto.

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El centro de visitantes se encuentra en medio del parque, justo por la entrada sur. Cuenta con miles de estacionamientos que permiten al turista dejar su vehículo particular y tomar los shuttles, buses que se detienen en cada uno de los miradores del parque con una frecuencia de 15 minutos. Al oeste se encuentra el pueblo (si, porque esta atracción tiene su propio pueblo) y al este se encuentran 35 kilómetros de carretera con numerosos miradores que finalizan en la torre de vigilancia Desert View. Ahí nos dirigíamos.

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A esta altura mi malestar estomacal ya era derechamente una diarrea fulminante. Cada mirador en el que parábamos debía contar necesariamente con un baño o simplemente no podíamos parar ahí. Ah, y mi nuevo acompañante era un termo con té que llevaba a todos lados. Entenderán si, que eso no bastó para quitarme el gozo que significaba estar al borde de esta enorme excavación natural, condecorada Patrimonio de la Humanidad hace más de 35 años.

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Al llegar a la torre de vigilancia la perspectiva cambiaba un toque. Si ves las postales tradicionales del Grand Canyon, raramente encontrarás una panorámica como la existente desde Desert View. Estábamos en el inicio del cañón y teníamos al río Colorado en frente nuestro, ese mismo que creó este lugar gracias a su cauce que fue socavando el terreno durante 2000 millones de años. Este río cruza 4 estados (Colorado, Utah, Arizona, Nevada y California) y termina en México. Como si no fuera importante.

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A esta altura la resignación era el emblema de lucha. En este estado de salud no iba a poder hacer el sendero bajo el cañón y mi estado de ánimo comenzaba a decrecer. Y cada ida al baño más cercano te hacía flagelarte aún más. Me senté al borde del cañón y esperé el atardecer, al ritmo de «Always look on the bright side of the life» de Monty Python, una de mis canciones insignes. El crepúsculo no sólo no decepcionó, sino que, dadas las circunstancias, fue uno de los más hermosos que he visto en mi vida. No había cámara en aquel momento, pero llegué a pensar que nunca el Gran Cañón había tenido la oportunidad de estar tan rosa. Fue un momento de paz.

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Rocinante fue nuestro hogar esa fría noche de invierno. Por la mañana vimos que el lugar que habíamos escogido para pernoctar era un sendero del Arizona Trail, lo que significaba que en unos días Kenzi y Lily caminarían por esa misma zona antes de cruzar el cañón. Mi estado de salud no mejoraba, por lo que Neven tomó la decisión más arriesgada desde que viajábamos juntos: dejarme el auto por todo un día, mientras él realizaba el tan ansiado trekking. Me moría de ganas de ir, pero esta vez había que decir que no. A veces hay que dar un paso atrás para poder dar dos adelante, pensaba.

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No vayan a creer que por estar enfermo iba a quedarme sentado todo el día en el auto, eso ni muerto. Estacioné a Rocinante en el centro de visitantes y caminé todo el risco del cañón hacia el oeste, en lo que terminaron siendo nada más y nada menos que 9 kilómetros. Parte de este caminata fue en el tramo llamado «Sendero del tiempo», zona que contiene un museo al aire libre con exhibiciones geológicas y explicativas de las formaciones que han construido el Gran Cañón desde los 2000 millones de años atrás hasta la actualidad. Hay telescopios que apuntan directamente a las diferentes zonas del cañón y sus colores. Quién lo iba a pensar, ahora era geólogo por un día.

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De a poco recomponiendo la salud (porque quiera o no, el viaje debía continuar) esta caminata sirvió para darle un real descanso al cuerpo después de ya 8 días sin tregua. Si había que parar, paraba. Si había que tomar un shuttle, lo tomaba. Tenía el pueblo Grand Canyon a pocos kilómetros y si necesitaba algo, lo conseguía. Una semana viviendo la vida de campamento en el desierto había sido suficiente para el cuerpo, al menos por ahora. Les dejo unas postales de lo que fue todo este día sobre las alturas de esta maravilla de la naturaleza. ¡Brutal!

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Al volver, Neven estaba exhausto. Lo que para mi fueron 9 kilómetros de planicie, para él fueron 25 kilómetros de descenso y ascenso durante 12 horas, con un desnivel promedio de 1300 metros. Sólo para expertos. Tuvo la posibilidad de tocar las aguas del río Colorado, el mayor responsable de esta tamaña joya y me trajo una bolsa con tierra de las profundidades del cañón. Además, fue un desafío a la confianza: no cualquier persona le deja su vehículo a alguien que hace 10 días era un completo desconocido del otro lado del mundo. Yo agradecí el gesto y él respondió de igual manera por el equipo de senderismo que le facilité.

Tarde ese día, dejamos el Gran Cañón, el último parque nacional de este roadtrip. Pasaríamos noche en el pueblo de Williams, en Arizona, y nos aprontábamos a volver a Las Vegas tras una semana y media en la ruta. Me despido compartiéndoles algunas fotos del descenso de Neven al fondo del cañón. La próxima me tocará a mi.

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