En medio de sentimientos encontrados, con el agraz de haber perdido mi cámara en un pequeño accidente en Las Vegas, y el dulce de haber vivido unas jornadas de basketball en Sacramento cumpliendo sueños, es que necesitaba un momento de autoreflexión y alejarme de las carreteras principales del país. Alquilé un auto y escapé a un lugar en que sabía que podía compartir con la naturaleza y disfrutar de su infinita belleza, por lo que, aprovechando la cercanía, encaminé ruta hacia el Parque Nacional Yosemite, último parque nacional del viaje y un gran objetivo en mis pretensiones viajeras.
Tras pasar una noche durmiendo dentro del Toyota Corolla en un «Walmart» de Merced, California, y aún bajo la oscuridad de la noche, encumbré destino hacia Mariposa, poblado que precede a Yosemite. El amanecer lentamente fue ganando espacio en un día que parecía ser perfecto para hacer senderismo. A mis costados se apreciaban frondosos bosques y enormes rocas asomaban en la altura, nada que envidiar al verde del centro-sur de Chile (tenía algo de Maule o Bío Bío cordillerano).
La fecha otoñal en que me encontraba no era la indicada para visitar Yosemite: muchos caminos estaban cortados y atracciones cerradas, pero eso no sería problema alguno para maravillarme con lo que hubiese disponible. De pronto, lo verde se abrió bruscamente y dio paso a una formación gigante de roca. Era «El Capitán «dándome la bienvenida al parque.
Este monolito de granito es uno de los desafíos más grandes del mundo para los fanáticos de la escalada y una buena forma de dar inicio al goce en el valle de Yosemite. Un poco más adelante fue el turno del Salto Yosemite, la caída de agua más alta del parque, con 739 metros, dividida en dos cascadas más pequeñas. Sin siquiera haber llegado al pueblo (porque el parque, al igual que el Grand Canyon, tiene un pueblo) ya había visto dos de las más grandes atracciones del parque. ¡Y eran las 8 de la mañana! Que día me esperaba.
Tras estacionar en el centro de visitantes y retirar mis mapas e información relevante, volví al auto a planificar. Tenía dos días para hacer senderos, pero también necesitaba tiempo suficiente para conocer los árboles secuoyas que están desparramados alrededor del parque. Como dije anteriormente, muchos caminos estaban cerrados por temporada y otros seguían abiertos, pero eran peligrosos. Finalmente, la elección fue realizar el Four Mile Trail en dirección al Glacier Point, uno de los miradores más conocidos.
El sendero consiste en 15 kilómetros totales en un viaje de ida y vuelta a Glacier Point, con una considerable elevación de 1000 metros. Normalmente está plagado de turistas, pero hacerlo en esta fecha trae esta clase de beneficios. No todas son malas noticias. La promesa era que llegando arriba íbamos a experimentar la grandeza de Yosemite a radio completo, contemplando su valle, el Capitan, el salto Yosemite y el Medio Domo.
A pocos kilómetros de salir se sumó un compañero a la travesía: Ray, viajero irlandés de unos 50 años, quién venía con su esposa, pero ella había desistido de hacer la caminata. Con todas las advertencias que hay en Yosemite relacionadas con animales salvajes en los senderos, no había nada mejor que que una buena compañía. El trekking se realizó a un buen ritmo, incluso traspasando el bloqueo que no permitía continuar después de cierto avance (por temporada). Durante el trayecto las panorámicas fueron asombrosas, dignas del mejor escenario natural de California.
Lamentablemente, a falta de menos de 1 kilómetro para llegar a la cima, la nieve se volvió un gran enemigo y no nos permitió continuar. No había rastro ni nada, éramos los primeros en llegar y estábamos estancados. Lógicamente, recordamos el bloqueo que traspasamos, pero en este caso valía la pena arrepentirse por haber avanzado que quedarse con la duda de si era permitido llegar a la cima o no. Tanto nadar para morir en la orilla.
Eso si, el descenso tuvo algunos momentos destacados. Entre ellos, decenas de miradores que en el ascenso pasamos por alto, debido a nuestra desesperación por llegar a Glacier Point. El otro, y que aún me cuesta creer, es el habernos cruzado con un famoso. Si, eso, un actor de Hollywood. Pero no cualquier actor, sino que uno de mis favoritos: doble ganador del premio Oscar a mejor actor de reparto y predilecto del cine de Tarantino, el austriaco Christoph Waltz. Le grité a la distancia y obtuve un saludo, pero no aceptó tomarse una foto por privacidad. Ray y yo estábamos perplejos. Eso es lo que llamo: That’s a Bingo!!
Habiendo bajado y despedido a mi buen amigo Ray, la lluvia comenzó a caer sobre el valle de Yosemite, por tanto acudí a mi vehículo-casa y pasé el resto del día y la noche descansando del trekking en aquel reducido lugar. A pesar de que la temperatura era bastante más agradable que mis días en el desierto de Utah, debo decir que no hubo completa tranquilidad en mi. La enorme cantidad de alertas y la alta probabilidad de osos en la zona, quiénes olfatean hasta el alimento que está dentro de la cajuela del auto y pueden abrirlo sin problemas, me tenía con algún cuidado. Y para uno que anda en auto alquilado y sin seguro no son buenas noticias. Pero por suerte nada de eso ocurrió.
El segundo día, lamentablemente, el clima empeoró y la lluvia ahora era incesante. El plan era hacer un pequeño trekking por la mañana y luego salir a abrazar árboles sequoias por la tarde, pero las condiciones hicieron que sólo considerara realizar este último panorama. En Yosemite existen varios sectores con estos gigantescos especímenes, y dada la temporada sólo algunos de aquellos senderos se encontraban abiertos al público. Por suerte dos de ellos (Tuolumne Grove y Merced Grove) estaban de salida del parque, exactamente en la dirección que buscaba dirigirme.
Tuolumne Grove es una arboleda con cerca de 25 sequoias a la que ingresas por un sendero de 1.5 kilómetros y 150 metros de desnivel. No es el objetivo ideal para quien busca encontrar estos gigantes, pero por la temporada otoñal era lo mejor a lo que podía acceder. Las edades de estos especímenes son de 1500 a 3000 años de antigüedad y sus cortezas desfilaban un rojizo de textura muy, pero muy suave (a ratos parecía que tocaba a un mamífero y no el tronco de un árbol).
No importó que la lluvia no decreciera en todo el tiempo que estuve admirando estas maravillas. Volví completamente empapado al auto, pero habiendo cumplido el anhelo de tenerlos en frente de mi, e incluso observar algunos desde dentro. No había más nadie. Eran ellos y yo. Y cuando ya no esté en este mundo, ellos seguirán sorprendiendo a todos los que los visiten, porque son los dueños de esta parte del bosque.
Así culminé mi breve visita al parque, un par de días redondos. Como en todo lugar, no logré realizar todo lo que tenía contemplado, pero es una buena excusa para volver a visitarlo alguna vez en el futuro, porque de verdad dudo que por un tiempo saque de mi cabeza el haber conocido el Parque Nacional Yosemite, la joya de California.