Desde que volví a salir desde mi hogar en Talcahuano habían sido cerca de 45 días sin ningún tipo de descanso. Todos los días eran de un constante movimiento, de atravesar paisajes y conocer gente. Los pequeños momentos de paz y tranquilidad que obtenía los dedicaba a la lectura y a escribir mis habituales apuntes, pero siempre con un dejo de cansancio sobre mis hombros. Necesitaba urgentemente ese tiempo de máxima relajación y de disfrutar la dicha de no hacer nada que había sido tan difícil encontrar, lógicamente por mi propia culpa. Pero por suerte y en el momento indicado llegué al balneario de Máncora, casi en la frontera con Ecuador.
La mayoría de la gente cuando escucha hablar de Máncora piensa en playas de blanca arena, sol, surf, fiestas y locura, pero también tiene (e incluso muy cerca de la zona del descontrol) lugares pacíficos dónde poder descansar y tomarte una cerveza relajadamente mirando el oleaje. Ese era precisamente mi plan para los 5 días que iba a estar ahí.
Luego de instalarme en un económico hostel (porque Máncora tiene hospedajes desde 5 USD hasta 35 USD a pocos metros de distancia) salí a recorrer el borde costero hasta que los pies dijeron basta. Pocos días antes había estado en la playa de Huanchaco y la encontré bien turística, sin pensar que lo que encontraría acá sería veinte veces mayor. El sector popular (cerca al pueblo) estaba lleno de turistas y de establecimientos que te ofrecían comer, beber, dormir, comprar souvenirs, surfear o alquilar equipamiento (y además no tenía la arena blanca que me habían contado). Fue ahí dónde me crucé con unos colombianos hinchas de Atlético Nacional que viajaban a Paraguay a su partido de Copa Sudamericana, y cómo yo iba a Ecuador a lo mismo cruzamos palabras, contactos y pasamos un buen rato juntos.
Continuando hacia el sur cruzas la zona de la caleta de pescadores y comienza a aparecer el sector exclusivo, el que si tenía la arena muy blanca. La costa se hacía de hoteles o «bungalows», palmeras y playas libres de turistas. Para estos alojamientos, el puerto pesquero funciona como un filtro perfecto, ya que el resto de la gente no acostumbra a visitar estos sectores, exceptuando las cabalgatas pagadas.
Por ahí me senté a leer un rato y a observar la fauna y sobretodo las aves que la costa ofrecía (a esta altura ya soy todo un birdwatcher). Escuchaba ruido desde los restaurant y pensaba «Acá no podré descansar nada de nada» «Este no es mi lugar» y me pregunté partir, pero sentí que parte de viajar es poder ambientarte en todo lugar, y que debía encontrar ese algo que hiciera mi estadía en Máncora un placer.
Pasé la tarde durmiendo en la playa, viendo a los surfistas, comiendo ceviche (dieta de todos mis días en Máncora) y admirando el atardecer. Sentía que comenzaba a disfrutar de esto y que el sonido ambiente fácilmente se podía evitar con un poco de concentración en el «acá» y no en el «allá».
En el hostal conocí a Miguelito, un joven conductor de mototaxi que me recomendó visitar El Ñuro, caleta ubicada a unos 20 kilómetros al sur de Máncora, conocida por tener más de 200 tortugas marinas de Galápagos en sus muelles. Sin pensarlo mucho, al día siguiente tomé un bus de Máncora a Los Órganos y de ahí un colectivo a El Ñuro, para finalmente tomar un mototaxi al muelle (todo esto por 5 soles). Pagué la entrada de 5 soles y pasé junto a Rocío, una pequeña guía del lugar, a ver a las tortugas.
Era un muelle de pescadores, lo que hacía que las tortugas tuviesen alimento durante todo el día, pero el olor atraía a pelícanos que venían a hacerles la competencia. Me senté junto a mi guía y conversamos un rato sobre las tortugas y sobre la vida de cada uno. Eran tortugas verdes de las Islas Galápagos, lugar dónde nacían, y luego emigraban para llegar a estas costas a ser alimentadas y cuidadas. Con Rocío estuvimos alimentándolas y más tarde se me unieron tres pequeñas guías más, con quiénes pasé toda la tarde ahí, en ese pequeño muelle.
Tras esa jornada, y habiéndome dado todo el siguiente día para descansar en el hostal, salí a caminar por el pueblo de Máncora, ese sector no tan turístico y más comercial. Me llamó la atención la facilidad en la venta de droga: sólo con decir que era chileno tenía gente ofreciéndome lo que fuese, la mayoría de ellos conductores de mototaxis. A propósito de eso, ya a esta altura había hecho parte de mi ver las calles llenas de mototaxis, e incluso creía que al salir de Perú las iba a extrañar.
De vuelta a la hostal me crucé con don Felipe, un serenazgo de la policía municipal de Máncora, a quién cada vez que lo cruzaba le regalaba algo para comer (porque siempre pasaba por ahí en mi camino del supermercado). Esa vez decidí parar y sentarme a conversar con él al son de unas mandarinas. Seguridad, entretención, drogas, corrupción, política, turistas.. se nos hizo corta la tarde. Y a mi se me hizo poco el tiempo en esta ciudad.
Lo mejor de haber pasado por Máncora fue el haber logrado el objetivo de tener días de descanso en medio de este constante movimiento y de tener todos los días diferentes panoramas. Me retiraba de este lugar con la expectativa de dejar Perú al día siguiente y de comenzar una nueva etapa y un nuevo país, el Ecuador. Y lo hacía con todas las pilas cargadas.
Nota: Consejo al visitar Máncora. Cuidado con los mosquitos. La primera noche recibí unas 100 picaduras y existe posibilidad de que alguna de ellas pueda contagiarte de enfermedades contra el dengue. Recomiendo comprar repelente o espirales anti mosquitos que son muy útiles.