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Los atardeceres de Jericocoara

Las aventuras por el litoral nordestino continuaban con un capítulo muy particular: llevaba seis meses y un poco mas en tierras brasileras y aún no era capaz de vivir algo que en mi hogar era completamente habitual, ver el atardecer en la playa escondiéndose en el horizonte del mar. Común en el pacífico, pero casi imposible en la costa atlántica, había un sitio conocido de la región que invitaba al visitante a contemplarlo mientras disfrutas de algunas de las mejores playas de mundo. Invitación difícil de rechazar. Ese lugar era Jericocoara.

Salir a dedo de Natal fue más fácil de lo que imaginé, sólo debes buscar la forma de llegar a Macaíba, intersección con la carretera que va a Fortaleza. Desde ahí fueron 530 kilómetros en cuatro vehículos, entre ellos una familia Hare Krishna que me dejó de presente un Bhagabad Gita, libro sagrado hindú. En Fortaleza, y por gracia de mi amigo Joao de Natal, me hospedó Luciano, un salteño que vino a vivir la Copa del Mundo el 2014 y que parece gustó tanto del país que quedó a morar.

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No tengo mucho que decir de Fortaleza. Fue sorpresa ver lo gigante que era (tres veces mayor que Natal), cosa que hizo que no me apeteciera de entrada, pero le dí una oportunidad dejando mis pies en sus calle y recorriéndola por diferentes lugares. Cuenta con un centro histórico bastante mal cuidado (tal cual venía aconteciendo en mis últimas capitales nordestinas) y una estructura típica de las selvas de concreto. Rescato la playa del futuro, con una infraestructura que pocas veces vi en un litoral playero, y la perfecta combinación entre el exterior de la catedral y el interior del mercado central, símbolos del centro de la ciudad. Para mi, en tanto, Fortaleza fue tranquilidad, salir a degustar comidas callejeras, aprovechar la libertad que Luciano me dio para tocar guitarra, hablar de fútbol y de las realidades de nuestros dos países trasandinos. Gracias, mi amigo.

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Me separaban 300 kilómetros de Jericocoara, y aquí es donde mi viaje muda completamente, debido a la gracia de un loco canadiense. Pierre, nativo de Quebec, venía rodando casi 40000 kms desde su hogar en las tierras del Maple hasta Brasil en 8 meses y poco de ruta. Para mi suerte, encontré a él en medio de la carretera y dirigiéndose también a Jeri. No sólo iba a dar una gran carona para mi, sino que seríamos compañeros de viaje durante nuestra estadía en este paraíso.

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Dirigido por el GPS de su Suzuki, tomamos rutas alternativas que nos hicieron comenzar la aventura Jeri incluso antes de entrar al parque mismo. Caminos inusuales para viajeros inusuales, decía Pierre. Localidades perdidas en la arena como Prea eran nuestro preámbulo, y la gran cantidad de turistas que encontrábamos a medida que nos acercábamos nos entraba a intimidar un poco. Seguimos a las camionetas turísticas que zigzagueaban por la playa, entrando al parque nacional, y nos deteníamos en todo lugar en que ellos lo hacían. Así fue como encontramos al árbol perezoso, gigante verde que, en medio de las dunas, se rehusaba a caer por la acción del incesante viento y parecía mostrarse relajadamente acostado sobre las arenas del desierto.

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Así fue como llegamos a la villa de Jericocoara, dejando el auto en el estacionamiento (porque sólo pueden entrar vehículos autorizados), y entrando a pie en búsqueda de nuestros hospedajes. Ahí, el shock fue mayor: está plagado de turistas. Claro, era viernes por la tarde y llegaban todos quienes habían ya agendado su fin de semana en este paraíso. Dejé a Pierre en su posada y yo busqué mi lugar, Camping do Natureza. A esta altura, ni me inmuté al ver que casi no tenía espacio ni para colocar carpas ni hamacas, pero igual me quedé porque es lo más barato de Jeri. Artesanos, músicos y muchos mochileros de todos los países e idiomas se convirtieron en mi hogar.

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Como dije anteriormente, Jeri es conocido porque es el primer lugar hacia el sur que deja ver el sol caer en el mar, cosa que era uno de mis objetivos aquí; mío y de muchos otros, porque cuando nos dirigimos con Pierre a la gran duna para observarlo, una enorme cantidad de gente se dirigía en la misma dirección. Era como si hubiese un gran dulce en la cima de la duna y nosotros fuésemos las hormigas en camino a devorarlo. Bueno, irónicamente, lo que vendría sería muy dulce.

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Si uno se aleja lo suficiente por encima de la duna es posible encontrar paz para esperar el atardecer. El viento hacia de las suyas, volando el sombrero de Pierre o metiendo arena en los lugares más insospechados, cosa que era bien aprovechado por los kitesurf que se divisaban a lo lejos. Atrás, las dunas y la poca vegetación adornaban la pintura. En fin, poco antes de las 6 pm, el espectáculo comenzó y el sol se volvió protagonista de la escena.

Verlo descender era volver a casa, era recordar algo tan simple como llamar a los amigos y hacer un asado a orillas del pacífico, mientras contemplábamos la noche llegar; era pensar en estos 10 meses de viaje y rememorar otros atardeceres y las personas con que los había compartido. Era verme hoy, con un canadiense que doblaba mi edad, tomando fotos como si fuésemos coterráneos de toda la vida. Poco a poco, el cielo se fue tornando naranjo, como si quisiera quemar el horizonte, luego rosa, azul y finalmente negro, y las primeras estrellas encandilaron la panorámica. Que lindo final de día, pensaba, y que feliz nos sentíamos de disfrutar de cosas tan simples.

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Pierre viajaba con un itinerario que daba escalofríos, porque era exacto en lugares, días y kilómetros que debía conducir cada jornada. Él se quedaría sólo un día completo en Jeri e invitó a que lo pasásemos juntos, aprovechando que en su 4×4 se podía conocer todo sin contratar un guía. A eso se sumó que el dueño de su posada, Rodrigo, y una chica voluntaria de ahí, Mariana, se animaron a ir con nosotros.

Así fue como, aprovechando la marea baja, salimos a derrapar por la playa misma, en dirección Prea, todo esto ya dentro del parque nacional Jericocoara. Mágicamente, después de tomar un desvío de la ruta hacia el interior y deslizándonos a través de las dunas tal cual tabla de sandboard, aparecimos en una laguna plagada de vehículos estacionados. Era nuestra primera parada: Lagoa Azul. Un par de barracas restaurante adornaban su orilla y hamacas colgadas dentro del agua para el refresque de ‘la galera’ parecían extremadamente apropiadas para este calor infernal. Sentados dentro del lago disfrutamos nuestras primeras cervezas de la tarde.

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Al irnos y adentrarnos nuevamente en la arena, comenzamos a observar letreros del tipo ‘A dos kilómetros del paraíso’ en una cuenta regresiva que aprontaba nuestra segunda parada. Al llegar, sólo vi un lote de vehículos estacionados mucho mayor que antes en las afueras de lo que parecía ser un lujoso resort. «Así no es, precisamente, mi paraíso», recuerdo que alguien exclamó. Lotado hasta las masas fue nuestra llegada a la Lagoa do Paraíso.

Seré preciso, el lugar es de otro mundo. Unas aguas verdosas que creo nunca haber visto en mi vida, totalmente transparentes al ser vistas desde dentro mismo, nuevamente hamacas, pero esta vez adentradas en lo profundo de la laguna, cientos y cientos de sillas con menús ridículamente costosos (4 dolares una lata de cerveza o casi 15 dolares una porcion de papas fritas). Yo, con la mente fija en esas aguas, fuí y no salí de ahí hasta que hubo que partir. Me acosté en esas aguas, cerré los ojos y floté esperando que me llevase donde ella quisiera. Me desvanecí de este mundo por completo. Sin buscarlo, creo que es lo más cercano que he estado de meditar. Paz absoluta.

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La última parada, en la misma laguna, pero más en dirección sur, es Cururú, un lugar casi tan hermoso como Lagoa do Paraiso, pero vacío. «El turista va a Paraiso, el nativo viene acá», me confirmaban. Ahí comimos y continuamos bebiendo a precios mucho más accesibles.

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El tiempo nos acechaba y era hora de partir a nuestra última parada, la Pedra Furada, una roca en la playa con un agujero en su centro que, casualmente, se encontraba en la época en que es posible ver el atardecer desde dentro de él. Sólo ocurre pocos meses al año y estábamos en la fecha precisa para vivirlo. Lo que nadie nos dijo es que el camino de vuelta a la Vila de Jericocoara iba a ser tan increíble, rodando entre medio de gigantes dunas y lagunas formadas por agua de lluvia, como si estuviéramos en los Lençois Maranhenses. Todos los vehículos iban de vuelta a la villa, algunos casi enterrados en la arena, en algo que se asemejaba más al Rally Dakar que a una carretera entre dos lugares.

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Estacionamos el auto y comenzamos a caminar los dos kilómetros hacia la piedra, siempre con el sol en el horizonte, amenazante de caer y hacernos perder el espectáculo. Pero nada de eso ocurrió. Pierre y yo bajamos a toda velocidad y nos colocamos ante este mar de gente y sus cámaras para observar la puesta de sol. Iba a ser nuestro segundo atardecer en Jeri y prometía ser algo nunca antes visto. Lo cierto es que lo muy lleno de turistas tendía a arruinar un poco la experiencia, pero ver el sol despedirse de nosotros exactamente desde aquel agujero en la playa resultó algo muy majestuoso, en medio de los aplausos de los presentes. Casi siete meses viajando esperé para esto y , a pesar de todo, no decepcionó en lo absoluto.

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La famosa Jericocoara. Junto a Pierre te despedimos felices de haber montado los cimientos de una interesante amistad y la satisfacción de haber aprovechado al máximo nuestra breve estadía. Ahora, cada vez que me sumerja en la comodidad de una hamaca en el agua recordaré donde lo hice por primera vez y sonreiré. Alejándonos en la suzuki, dejábamos atrás dunas y lagunas para dirigirnos a Barreirinhas, Maranhao, en busca de más dunas y más lagunas. Síganos los buenos.

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