Era finales de marzo de 2020 y nos acababan de comunicar en mi trabajo en Monkey Mia, en un resort de aquellos a orillas del mar ubicado a unos 850 kilómetros al norte de Perth, en Western Australia, que todos quedaríamos cesantes a final de mes. Llevaba 8 meses en el país de los 2 años presupuestados que pasaría, y todo era incertidumbre. ¿Qué hacer? ¿Dónde ir? ¿De qué vivir? Esas preguntas nos hicimos todos los extranjeros que vivimos la experiencia en este país. La mayoría de quienes vivían en grandes ciudades como Sydney y Melbourne decidieron marchar de vuelta a sus países porque, para ser franco, el costo de vida de allá no ameritaba la apuesta de quedarse. En cambio, quienes estábamos en medio de la nada vivíamos en el limbo de no saber qué hacer. Sólo tenía mi auto y una semana para planificar mi destino.
El viajar de mochilero durante años me ha enseñado que siempre hay una solución a los problemas logísticos, y, aunque nunca habíamos vivido una situación tan trágica como una pandemia mundial, preferí bajarle los humos y planificar como si fuese un problema cotidiano. Investigué en las aplicaciones de voluntariados y comencé a enviar emails a lugares que podrían adecuarse a este complicado presente. En Australia las stations son grandes terrenos, mucho más grandes que una granja, que en general albergan ganado, normalmente vacuno o cordero. Ahí enfoqué mis esfuerzos. Si el mandamiento número uno de la pandemia era aislarse de todo, nada mejor que un lugar así. Tras unos días de respuestas negativas, un lugar que no recordaba haber mensajeado me ofreció trabajar 25 horas a cambio de comida y hospedaje. Eran 700 largos kilómetros, pero no tenía otra alternativa, la decisión estaba tomada. Cargué el outlander con comida para un mes y comencé la travesía al pueblo de Yalgoo.
Hasta ahora había sólo recorrido la costa de Western Australia, pero en cuanto hice el océano mi espalda y comencé a manejar hacia el interior, los paisajes poco a poco comenzaron a cambiar. La vegetación desaparecía y los tonos anaranjados se adueñaban del paisaje. “El outback comienza aquí”, leía un cartel de la carretera. Los últimos 75 kilómetros del trayecto fueron en completa soledad por un camino de ripio que me hizo cuestionar si mi compañero de cuatro ruedas iba a ser capaz de llegar, pero al visualizar la reja de entrada a “Melangata Station”, sabía que lo habíamos logrado. Fui recibido por Mr. Ken, un hombre alto y delgado que me esperaba sentado fuera de su antigua casona de casi 100 años de antigüedad. Luego de las formalidades, vino la verdadera interrogante, “Para poder trabajar acá debes estar acostumbrado a la muerte”, exclamó. “Mientras no sea la mía, todo bien”, respondí y eso fue suficiente para ser oficialmente contratado y ubicado en un pequeño cuarto a 100 metros de la casa principal. La emoción se apoderó de mi al pensar que, a pesar de las circunstancias inusuales, al fin viviría la verdadera Australia.
Ken y su mujer, Jo, adquirieron la station en 2016 y desde entonces han buscado restaurar y renovar la casona antigua y buscar hacerla lo más autosuficiente posible. Para ello han construido un jardín que provee de vegetales (muy difícil bajo las condiciones de clima y aridez del lugar), además cuentan con ovejas que tras la temporada de gestación venden para obtener ingresos para subsistir, y finalmente ofrecen hospedaje en la casona tradicional y tienen habilitada una zona de camping cerca de mi pequeño cuarto, aunque por obvias razonas era el único visitante por el momento. Poco a poco me fui deleitando por las mágicas manos de Jo, una experta en la cocina a leña en el horno de camping.
Mi trabajo en un principio consistía en acompañar cada mañana a Ken en sus rondas diarias revisando que todas las cercas que tiene instaladas a lo largo de la station no hayan sido dañadas por perros salvajes, el mayor depredador de sus ovejas. En el último tiempo se ha dedicado a sustituir el antiguo sistema de alambre de púas por más de 10 kilómetros de cercos eléctricos alimentados por energía solar, pero que requieren diaria mantención debido a la gran cantidad de canguros y otros animales que lo dañan a diario. No era un trabajo fácil, considerando que dejábamos la casona por la mañana y no volvíamos casi hasta el atardecer, aunque para ser honesto, siendo la station tan ridículamente grande pasábamos gran parte del día sólo moviéndonos de un lugar a otro. Durante nuestras rondas veríamos canguros, emus, bungarras (una especie de iguana de tierra), águilas y halcones, cacatúas, equidnas, etc, aprendiendo rápidamente a reconocer sus huellas al pasar. Aunque todo no eran buenas noticias, las moscas se acumulaban por millones en mi espalda (y pasaron a ser parte común en mi dieta, si saben a qué me refiero) y por las noches, más de alguna vez fui visitado por un pequeño roedor marsupial llamado bettong que me hizo dormir en el techo del auto para evitar problemas mayores.
La vida en una station es simple, pero muy sacrificada. La naturaleza está completamente en tu contra. El jardín de Jo era un milagro que diariamente era atacado por animales y por la sequedad del paisaje. Allí logró criar gallinas, gansos y cuatro adorables perros. Por las noches el cielo despejado de cada día desplegaría un mantel de estrellas que iluminaría todo nuestro alrededor. En aquellas sesiones Ken me enseñaría a identificar la cruz del sur, los pointers (Alpha centauro y beta centauro) y como utilizarlos para encontrar el sur cardinal, conocimiento común en Australia siendo la cruz del sur parte de la bandera del país. Con el tiempo mi trabajo fue evolucionando y logré manejar bobcat, tractor y la tradicional Land Cruiser que nos transportaba a todos lados. Aunque todo trabajo no era agradable: tras perder un par de corderos a manos de los perros salvajes hubo que pasar noches en vela armados en medio de la station protegiendo el ganado, así como también hubo que cazar canguros medianos para despellejarlos y usar su carne para inyectarle “1080” (un veneno muy peligroso prohibido en muchos países del mundo, pero común en Australia y Nueva Zelanda), para así lanzar los trozos de carne donde encontrábamos huellas caninas. Las imágenes de los canguros despellejados diariamente y de los perros que encontramos muertos no serán compartidas jamás.
Por último, a pesar del fuerte trabajo que realizábamos, siempre hubo tiempo para la diversión. La hija de Jo y Ken, Tegan, nos visitaría junto a su familia durante algunas semanas haciéndome parte de inmediato como tío adoptivo de sus pequeños Ari y Levi. Junto a ellos celebramos Semana Santa, visitamos rincones turísticos de la station como pequeños cañones y ojos de agua, así como también un pequeño roadtrip a Walga Rock, una piedra del tipo Uluru, pero ni una milésima de lo turística que el Red Center, con pinturas rupestres en sus paredes, posible de escalar a su cima y completamente gratuita. En fin, el mes que pasé con los Darnell en Melangata me cambió por completo, me hizo más fuerte, más independiente, me enseñó más de Australia que cualquier granja de extranjeros, me protegió cuando no sabía donde ir, y por sobre todo, me dio una familia que mantengo conmigo hasta el día de hoy.
Poco a poco Australia Occidental comenzó a normalizarse y pude mudarme a la casa de Tegan para buscar trabajo más cerca de la ciudad, encontrando un par de semanas como asistente de un taladro móvil en que ayudábamos a granjeros a encontrar agua subterránea ante las altas temperaturas de la temporada. Misión cumplida, mascarilla o no, Australia poco a poco comenzaba a levantarse. Ya por junio los hoteles reabrirían en este estado permitiéndome volver a mis actividades anteriores, sin saber que en la costa este (Melbourne y Sydney) el caos se mantendría por tiempo largo, pero esa es otra historia.