La segunda etapa de mi estadía en suelo Quiteño vendría luego de haber pasado un fin de semana en Mindo y de visitar la Mitad del Mundo, dos de los buenos panoramas que se pueden realizar a poca distancia de la capital ecuatoriana. Y tal cual la primera mitad, los contrastes volvieron a hacerse presente, pasando del cielo a la tierra y luego nuevamente al cielo en cortos lapsos de tiempo.
En mis 10 días en el hostal Blue House de Quito (ubicado en el barrio de La Mariscal) conocí gente asombrosa con quiénes compartí experiencias y – por supuesto – invité a Chile para que conozcan las bondades de mi país. Viajeros de todas partes del mundo, estudiantes de intercambio, trabajadores, todos tenían su historia. No puedo no mencionar a Katherine de Alemania, a Sapir e Inbar de Israel, a Richard de Inglaterra, a Fernando y Lizeth de México, a Carlos de Venezuela, a mi querida Martina de Argentina y Leonor de Colombia y a Juan de Ecuador, quiénes por momentos fueron la luz que daba vida a mi eternidad.
Como decía, cada uno de nosotros tenía su historia de vida y de viaje, muchos habíamos pasado por los mismos lugares (incluso alojado en los mismos hostales), pero la forma en que cada uno encara estos sitios nos entrega diferentes experiencias. Lo que para uno puede ser una inmejorable semana en la costa o en las montañas, para otro pueden ser sólo unos días del montón o aun peor, pueden ser considerados días perdidos. Por eso es tan increíble transmitirnos esto, las experiencias, ya que no sólo te sirve para conocer nuevos lugares, sino que te sirve para adentrarte en las personas y su forma de ser, su forma de vivir. Algunos viajan sin dinero por un lapso indeterminado, otros trabajan en las ciudades para subsistir, otros están de vacaciones por un tiempo limitado, otros lo hacen lujosamente; y ninguna es mejor o peor que la otra, sólo decidimos hacer lo que está a nuestro alcance o simplemente lo que nos hace feliz.
Dentro de las situaciones que viví en Quito (y que hicieron que mi estadía ahí fuese más extensa) fue caer al hospital por primera vez en estos cerca de 150 días de viaje. ¿La razón? La famosa puna. Los 2850 metros sobre el nivel del mar de la capital ecuatoriana me afectaron – lo que encontré inusual ya que había estado a casi 4000 metros en Bolivia – y eso sumado a una deshidratación producto de problemas estomacales me derivaron a una sala de urgencias. Por suerte el seguro médico y una buena dosis de suero fueron suficientes.
En mis días de recuperación, decidí contrastar mi mal estado de salud con un buen panorama en la ciudad, decidí vivir uno de los clásicos futbolísticos que este país ofrece. Así que sin pensarlo dos veces tomé mi mochila, mis medicamentos y partí al estadio Casablanca, en el norte de Quito, para vivir el partido entre Liga Deportiva Universitaria y Emelec. Me llamó la atención lo temprano del partido (mediodía), pero era día domingo y los domingos nada sucede en Ecuador. Saqué el ticket de 10 dólares, olvidé que estaba enfermo y me bañé en el ducha de la pasión por este deporte. Pasé de ser un postrado en cama a un hincha en sólo unos pocos minutos.
Un estadio sobrecogedor con un lleno del 80%, y con ambas hinchadas ubicadas en el mismo sector, pero en distintas bandejas. Debo decir que aunque el partido terminase en empate a cero, este panorama de día domingo ya valía toda la pena. Pero el partido no terminó así, y la suerte (que había sido algo esquiva últimamente) volvió a mi regalándome un partidazo de aquellos, con victoria de Liga por 2-1 y anotando el gol de la victoria en el minuto 93 desde mitad de cancha (!!). Si no me cree le invito a ver el compacto del partido (el gol ganador está en el minuto 3:00). Como fanático del fútbol no podía sentirme más lleno. Me fui más que feliz del estadio para volver al hostal a la cama y esperar la completa recuperación.
A pocos días de abandonar Quito, y para ya dejar de lado todo sentimiento negativo sobre el haber pasado mis últimos momentos como un paciente de hospital, un ángel se cruzó en mi camino. Bueno, ella no se catalogaría así, pero para mi lo fue. Los días finales en la capital los pasé junto a Martina, una chica de Rosario, Argentina, con quién compartí salidas, películas (cosa que no hacía hace bastante), con quién fui literalmente del apocalipsis al cielo, y con quién pude realizar la tan ansiada visita al teleférico de Quito.
Hace muchos días que quería ir al teleférico, y el clima nunca me acompañó, pero como esta vez al menos había una buena compañía nos fuimos a hacerlo sin vacilar. El recorrido dura unos 5 minutos, cuesta 8 dólares y sube desde 2900 metros sobre el nivel del mar a 4050 metros, y si deseas continuar puedes hacer un trekking de unas 3 horas para alcanzar la cumbre del Pichincha, el volcán símbolo de la ciudad.
Avanzamos lo máximo posible en dirección al Pichincha, pero el mal clima nos sobrepasó rápidamente, y en segundos pasamos de ver las diferentes cumbres y un enorme panoramámica de Quito a no tener más de 10 metros de visibilidad, lo que hacía de continuar algo peligroso e infructuoso, así que lo más sensato fue regresar y, quién sabe, quizás hacerlo en otra ocasión más adelante.
Con el teleférico daría fin a mis días en la capital del Ecuador, dónde viví el mayor tiempo en un lugar fijo desde que salí de mi hogar en Talcahuano, dónde conocí el infierno y también el cielo. Nunca seré el tipo de persona que dice que lo que hace es mejor o peor que otro, quizás en otra vida fui un hombre que trabajó 40 años en un mismo lugar, se retiró y fue feliz, por eso nunca juzgaré a quiénes hacen de su vida algo distinto. Pero por lo que si lucharé es para que todos sigan sus sueños y anhelos, independiente de cuales sean, y el mío es viajar, y no me detendré hasta que mi sueño evolucione en algo más. Porque hoy, para mi (y cómo podrá ver en la foto de mi querida amiga Martina), viajando la vida es más rica.