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Guayaquil, Montañita, la salud y el repentino final

Debo admitirlo: Dejar Galápagos fue muy triste para mi. Me costaba creer que ese santuario de tortugas, iguanas y lobos marinos ya fuese parte de mi pasado. Sería un mentiroso si dijera que no fue una de las mejores semanas de mi vida. Y espero de corazón que la vida me devuelva a ese pequeño y recóndito punto del planeta.

Ante eso tenía que «competir» Guayaquil. Ante posiblemente la vara más alta que un lugar pueda dejar en mi mente. Como obviamente esto no es una competencia, sino que cada ciudad tiene sus propios atractivos, sería un lindo desafío darle la oportunidad a esta enorme urbe ecuatoriana de sorprenderme.

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Como último obsequio antes de dejar de ser mi compañera de viajes, Ester me contactó con un amigo de Guayaquil llamado Geo, quién aceptaría hospedarme en la ciudad mientras estuviera ahí junto a su hermana Marta y a su cuñado. Así que inmediatamente luego de mi llegada al continente me dirigí a su hogar.

Al igual que en Quito, en Guayaquil el pasaje del bus era sólo de 0,25 USD, cuatro veces menos que en mi Chile. Tras arribar a su hogar, encontré en Geo no sólo un anfitrión de hogar, sino un buen amigo con alma viajera que el sistema tiene aferrado. Algún día si él desea romperá las cadenas de ese engranaje y hablará de libertad con su querida bicicleta.

Ya instalado, aproveché el fin de semana para visitar algunos lugares íconos de la zona junto a Geo. Cruzamos el Río Daule para visitar el Parque Histórico de Guayaquil, un lugar que conjuga la historia con la naturaleza. Visitamos sus 3 zonas, la dedicada a vida silvestre con especies de flora y fauna del entorno, la urbano arquitectónica que mostraba las bondades históricas de las construcciones de principios del siglo XX, y la referida a las tradiciones que exponía las costumbres relacionadas a la agricultura y ganadería en la época de producción del cacao.

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Guayaquil debe ser la ciudad más moderna que visité fuera de mi país, lo que me recordó mucho a Santiago de Chile. El choque cultural de venir del aislamiento que existe en islas como las Galápagos a este bosque de malls que se hacían presente frente a mí era potente. En la ciudad recordé lo que era volver a entrar a un cine, comer en restaurantes caros o vivir rivalidades futboleras como la que existe entre el Emelec y el Barcelona.

Hay dos cosas que disfruté de sobremanera junto a Geo en mi estadía en la zona: Una fue definitivamente la ida en bicicleta al gigante Parque Samanes, el tercer parque más grande de Latinoamérica. Este ambicioso proyecto cuenta con 57 canchas deportivas y un estadio nombrado en honor al «chucho» Christian Benitez, fallecido ex futbolista ecuatoriano. Lo otro fue degustar comidas y aprender palabras del Ecuador. En mi vocabulario florecían los «manes», el «simón» (utilizado para afirmar), las «peladas», el «achachay», el «chuchaqui», etc. mientras degustábamos bolón y empanadas de verde, el tigrillo, la hallaca, el seco de chivo, el encebollado, y todo acompañado por chifles y mucho, pero mucho arroz. Todo muy «chevere», como dirían por estos lados.

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Guaya

Si hay algo de lo que puedo festinar durante estos casi 6 meses de viaje es de la buena salud que he tenido en general. Crucé canales australes dónde el hielo rodeaba todo a tu alrededor y jamás siquiera contraje un resfriado, fui devorado por mosquitos picado por arañas en la costa y afortunadamente tampoco pasó a mayores, me insolé a elevadas temperaturas que en mi vida había vivido y siempre salí adelante sin problemas. Pero algo pasó. De un día a otro mi salud cambió por completo sin razón alguna (o eso creía yo), sentí mucha falta de fuerzas y los mareos pasaron a ser parte de mi cotidianidad. La calidad de mi vida viajando se fue a fondo.

Con 6 días en Guayas y ya con la vuelta de mi querida amiga Ester desde las Galápagos, me convencí de que mi estado de salud no estaba bien, pero mientras fuese sobrellevable continuaría con la ruta. Pensando en que las altas temperaturas de la ciudad y la falta de sueño me tenían así, decidí partir junto a Ester y Fede, un amigo argentino de ella, a Montañita (si, la famosa Montañita) para probar suerte. En el fondo sabía que Guayaquil no tenía culpa de mis problemas, pero la percepción que dejó en mi sufrir en sus tierras me hizo querer salir de allí y nunca volver.

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Si tuviese que describir Montañita en una palabra es LOCURA. Y así mismo, con mayúsculas. Había escuchado mucho sobre la gran cantidad de chilenos y argentinos que venían a vivir acá, y que era carrete y joda día tras día, pero no lo imaginé de esta manera. Los generadores de energía revientan noche tras noche debido al gran consumo de parte de las discotecas y los restaurantes; claro, ellos tienen velas o generadores propios, pero quién pasa las noches a completa oscuridad es la gente que reside acá.

Montañita recibe cada mes a miles de turistas de todo el mundo, y cada fin de semana cobija a la gente de Guayaquil y alrededores que busca un poco de playa y descontrol tras la ardua rutina del trabajo o del estudio. Caminar por sus calles significa encontrar desde escuelas de surf, pasando por decenas de artesanos, hasta tiendas de tatuajes, todo esto rodeado del masivo merchandising que brota orgullosamente el «I love Montañita». Todo esto sin contar lo barato que es alojar y comer ahí.

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Montañita no es precisamente el lugar en que me quedo por mucho tiempo. Tras dos días de playa, cervezas, música ruidosa y sin que mi estado de salud mejorara, estaba ya en condiciones de partir. El próximo destino era Puerto López, siguiendo al norte por la Ruta del Sol. Este es el punto en que realmente sentí que necesitaba de ayuda médica profesional, ya que sentirte mareado las 24 horas del día dejaba de ser soportable. Es acá dónde visito el humilde hospital de Manglaralto, a unos 4 kilómetros hacia el sur, y dónde me informan no creer que fuese dengue y que sólo me inyectarían medicamentos para intentar controlar el mareo. Dado esta situación y el empeoramiento de mis síntomas es que tomo la dramática decisión de volver a Guayaquil para visitar un hospital con mejores condiciones.

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El resto es historia. Pasé de ser un viajero a ser un paciente. De recorrer y conocer durante 6 meses las maravillas de este continente a vivir de la incertidumbre de no tener un diagnóstico claro y vivir mareado permanentemente. Luego de 2 hospitales en Guayaquil sin resultado eficaz decido dramáticamente que esto llegaría hasta acá. Tomé un vuelo a Santiago de Chile y volví a casa, no sin antes agradecer de corazón y por este medio públicamente a Geo y su familia. Es en estos momentos cuando te sientes en completa soledad y más vulnerable, y tú junto a Marta fueron la luz que levemente iluminaba mis oscuros y finales días. Gracias, muchas gracias amigo.

De esto han pasado ya tres meses. A los 45 días los mareos desaparecieron y sólo he mantenido desde entonces malestares puntuales, aun sin sentirme al 100%. ¿El diagnóstico? He visitado cientos de médicos desde que volví y el único profesional que dice haber encontrado algo dictaminó que sería un virus que entró a mis oídos durante mis últimos días de viaje y me provocó problemas a nivel de oído interno que podrían extenderse por hasta 6 meses.

Mientras tanto, volver a casa ha sido raro, pero reconfortante. Pasé las fiestas de fin de año junto a la familia y el verano junto a los amigos. Sólo queda tener paciencia y mentalizarme en que este pequeño paro en mi Apuesta por la Ruta es un «hasta pronto» y no un «hasta siempre» para volver con las pilas puestas, eso depende únicamente de mi y así será. Un abrazo.

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